Rincón amado
es nuestra casa de Las Peñas: aunque ya viejos, la construimos con la ilusión
de la golondrina que fabrica su nido; quedó a medida de nuestro deseo en cuanto
fue posible componer los esquemas del arquitecto contratado; a sus piedras que
cimentan, a sus ladrillos que dan cuerpo y a sus eucaliptos rollizos que
sostienen, apostamos nuestros últimos ahorros y… felizmente no debemos a nadie;
paradisíaco nos pareció el solar que escogimos para construirla: naturaleza
pura con pájaros y perros, sol ecuatorial, altitud 2.100 m; latitud geográfica
00, temperatura cuasi cálida, medioambiente creador de salud.
Se previeron
en esta casa espacios indispensables: cocina para comer el pan de la
convivencia; espacios abiertos para oír alguna música que se te meta al alma;
donde dormir por la noche, acompañado, soñando con alas tendidas; un lugar para
escribir, pensar, ¡hay tanta cosa en qué pensar!, o leer los libros de la
biblioteca; en fin, un espacio donde alojar al viandante que toca a nuestra
puerta y –claro-, también un rincón para orar.
En
ella habitan personas con su propio talante: un caballero andante, más que
octogenario, antaño desfacedor de entuertos y acometedor de molinos de viento;
hogaño, jubilado de la caballería andante porque, encanijado su Rocinante se
niega a acometer las empresas del pasado. Una dama que es su inspiración, su
interlocutora de todos los temas, su compañera de todos los caminos, cómplice
de dichas sustanciales y de tragos amargos, artífice de la felicidad que nos ha
dado la vida; es una especie de Dulcinea del Toboso. La Delita, nuestra
empleada y compañera, vive también aquí: de responsabilidad maciza, es el
factótum de esta casa donde siempre tiene algo importante que hacer; en ella
descansa nuestra confianza. Su hija, “mama Sofi”, por sobre todo buena,
universitaria que se prepara para educadora docente con la responsabilidad que
falta a sus alumnos. Juan David hijo de la educadora docente, un muchachito que
alegra todos los rincones de esta casa, como una burbuja de colores, que asiste
a la ganenía, como él dice en su media lengua, querido de
todos. En fin, Merengue, Guaracha y Mambo, bestezuelas devoradas por una hambre
canina, pero modelos de fidelidad; de oído atento para sentir los pasos de los
cacos en el césped nocturno y silencioso.
Es
una familia numerosa, sin contar los pájaros y
golondrinas que revoletean en el jardín y las babosas y caracoles que
mordisquean los retoños. Todos los días antes de las siete puedo ver desde mi
ventana una escena que se me ha vuelto familiar: la Delita, sólida y exacta
como un reloj, encabeza a toda prisa el desfile hacia la puerta de calle rumbo
a la guardería; la sigue Juan David con paso menudo y angustioso, calzón de
pierna a la canilla, cargado a la espalda una mochila que se alarga hasta su
tobillo; a continuación va el Merengue, la Guaracha y el Mambo, a despedir,
taciturnos, a sus amos. El otro día en que todos, incluso Lucita, tuvieron que
salir de casa a esta hora, dejándome a mí solo en ella, el Juan David al
despedirse me dijo con ternura: no
sholalás, dotocito, es decir, “no llorarás doctorcito” (porque él tiene
mucho miedo cuando le dejan solo). ¡Esta es nuestra familia en casa!.
Completa, pintoresca, feliz, en la que, acaso sin pensar en el mandato bíblico,
se aman los unos a los otros.
¡Ah, la casa
propia! Cuando hemos tenido que ir a Quito por alguna diligencia que no podemos
hacer en Tumbaco y, huyendo del mundanal ruido volvemos a esta casita de Las
Peñas, sabemos todos que al trasponer la puerta, estamos entrando a una
querencia exclusiva y cálida, en la que uno se siente rey en su palacio: aquí
cesa toda ley ajena y cuenta sólo tu querer y tu palabra. ¡Refrescante sensación de seguridad e intimidad
envolvente! La casa propia es como una mamá geométrica que te da en la vida
abandono y arraigo sustancial.
¿Y los
activos intangibles que están fuera de casa? Los jardines verdes que la rodean,
donde reverbera al sol, la paz y la naturaleza pura. Las flores, el perfume de
azahares, lavanda y guayaba, que sestean en el aire de la mañana. Inmovilidad
silente solo quebrada por el vuelo saltarino de golondrinas amorosas que te
saludan al paso con sus trinos, mientras engullen mosquitos para sus nidos, o
por el mugido angustioso de alguna rumiante lejana llamando a su becerrillo
extraviado. Me gustan los cardenales que espían los ajetreos de las abejas y
terminan guardándoselas entre pecho y espalda; los canarios que amarillean el
césped cuando escarban el piso en bandadas; amo los mirlos negros y gritones,
los «wiracchuros» aurinegros que se rompen el pecho cantando en la enramada de
los algarrobos, y los
gallos madrugadores que cantan con euforia al amanecer y anuncian, en apretado
coro, que tenemos un nuevo día.
Y de cara a
la ladera de Collaquí, el paisaje que tenemos a la vista siempre, ¿no es acaso
el principal activo intangible de esta casa? Paisaje que crea mundos nuevos,
horizontes perdidos en las lejanías azules, nostalgias secretas silenciosas. El
entorno agreste se nos entra al alma por los ojos de la casa, que son sus
grandes ventanales, abiertos siempre para mirar el campo extático y siempre
nuevo: la ladera verde de Collaquí, con casitas lejanas perdidas casi detrás de
los cipreses, cholanes y guabos; más lejano, el Parque Metropolitano de Quito,
que perfila el horizonte soñador con sus eucaliptus geométricos. Y en el confín
de la vista, con un verde ceniza lontano, el cerro del Rucu Pichincha, cíclope
archimilenario dormido en un lecho de magma y fuego; su perfil lo tenemos
metido en el alma desde niños.
¡Qué pena por
el que no tiene casa! Es como un huérfano de padre y madre, desterrado del
paraíso como si hubiese pecado, errabundo que no puede detenerse a descansar.
Señor Jesús! Cuando estructurabas la oración del Padre Nuestro ¿te olvidaste
tal vez de pedir al Padre, junto con el pan de cada día, un techo para
cobijarse?
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