Hace poco dejé una nota en el LdelaF sobre el gallo
«Campanero»: que lucía orondo su elegancia en nuestro jardín, del que se sentía
señor y dueño; que su plumaje polícromo y su arrogante cresta eran el encanto
de su figura; que su cola arqueada era como un arcoíris en el cielo del corral
y su canto como una clarinada de amor y de guerra; que sus patas fuertes
estaban armadas de espuelas filosas para disuadir el ataque de cualquier
enemigo; ¡que era todo un auténtico guerrero medieval!
Y hoy me pregunto: ¿y la gallina qué? ¿sirve para algo?
Han pasado pocas semanas desde entonces y se ha dado el milagro de la vida
cuando una de las zaratanas cambió su apariencia al 100%: una mañana cualquiera
dejó su tacín –que le sirvió de
camada de huevos durante 21 días– y salió al mundo exterior, seguida de uno
como enjambre de pollitos tiernos; iba a hacer que sus pequeños hijitos tomaran
el primer baño de sol y de luz en un jardín hasta ahora desconocido. Las alas
encrespadas de la zaratana y su cacareo desfigurado hablaban de su exasperada
sensibilidad, necesaria para el minucioso cuidado de sus hijos, para los que
todo (luz, plantitas del suelo, sonidos y pájaros) era un peligro desconocido.
¡El milagro de los instintos maternales de la zaratana han hecho el milagro de
la vida en una nueva generación de descendientes!
Y –claro– el primer encuentro de los recién nacidos fue
con el gallo Campanero, que sin descomponer su elegancia merodeaba cerquita del
tacín; este personaje no infundió temor a los recién nacidos porque les
pareció, igual que su madre, conocidos desde siempre. Nada de sustos ni
disgustos y todo está en paz. ¡La naturaleza organiza todo esto como al
desgaire, pero con absoluta precisión!
Al oír la noticia de esta zaratana, nuestros nietos,
Valentina y José Enrique, corrieron a ver por primera vez esta novedad, armados
con sus báculos para montar guardia y ahuyentar a cualquier halcón que osara
asomarse por nuestro jardín. Ahora la familia plumífera está completa, y además
muy feliz: los pollos, porque sienten que tienen unos padres que viven para
ellos, y los padres porque han perpetuado la especie. La familia zaratana,
compuesta de gallo, gallina y pollitos, hora va junta a todas partes, porque
cada uno tiene una función que cumplir. Nadie les ha enseñado nada, pero su
instinto maravilloso les conduce a hacer lo mejor para su familia.
Siempre me ha asombrado el instinto de los animales, que
de manera espontánea, pero con un determinismo certero, van por caminos a veces
difíciles a demostrar su amor a la prole y a cuidar de ella aun a costa de su
vida: ¿Cómo aprendió la zaratana –casi una pollita– a poner sus huevos en un
mismo sitio, a calentarlos después, de día y de noche, con su cuerpo? ¿Cómo
supo que –después de 21 días debía ayudar a salir del cascarón a sus polluelos?
Por eso la emoción popular compuso un canto que todos los
niños conocen: Los pollitos
dicen/pío, pío, pío /cuando tienen hambre/cuando tienen frío/la gallina busca /el
maíz y el trigo/les da la comida/y les presta abrigo/Bajo sus dos
alas/acurrucaditos/hasta el otro día/ duermen los pollitos.
Me viene a la mente el Apóstrofe a Jerusalén:
¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y
apedrea a los que le son enviados!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus
pollos bajo sus alas, y no habéis querido. Pues bien, se os va a dejar desierta
vuestra casa. Porque os digo que ya no me volveréis a ver hasta que digáis: ¡bendito el que viene en nombre del Señor! (Mt
23,37/Lc 13, 34)
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