Plutarco
Salvat Editores S.A. , Navarra España, 1970
Según la
Introducción y el Prólogo, Plutarco nació en el 46 después de J.C., en
Queronea, ciudad de la región de Beocia, donde más de una vez se decidió la
suerte de Grecia; escribió 50 biografías, 46 de ellas en «Vidas Paralelas»: una
de ellas es Alejandro y César en la que «
Plutarco, al par de los más genuinos escritores griegos, consigue que todo en
sus relatos sea inmediata verdad humana: cosas, gestos, hechos, evolución». Yo
personalmente he concentrado mi atención en César.
César pertenecía a la gens Julia, familia de patricios; fue
hijo de Cayo Julio César, senador romano. Emparentado con Cayo Mario, César
tuvo la oportunidad de recibir de él alguna guía en sus primeros años de vida
política. Su madre fue Aurelia Cota, una mujer enraizada en la nobleza romana,
hija del cónsul Lucio Aurelio Cota, que ejerció desde sus encumbradas funciones
mucho poder sobre la política. Estos son los antecedentes familiares, genéticos
y sociales de nuestro Julio César que pueden explicar, o no, la personalidad
sobresaliente que demostró en todas las actividades de su vida.
En realidad, su cabeza privilegiada le daba
aptitud para cualquier actividad de la vida pública o privada: de hecho mostró
grandes aptitudes para la oratoria (en un tiempo en que Cicerón destacaba en
esta disciplina), aptitud para las leyes, la política, la escritura (escribió 8
libros del De Bello Gallico en un
latín clásico y dos o tres libros sobre De
bello Civili), aptitud, en fin, para el gobierno y las armas; Julio César
se inclinó por estas dos últimas actividades. Los libros de César, en especial, «De bello Gallico», han sido no solo un
monumento escrito a la historia de Roma, sino una obra que ha enaltecido la
prosa clásica latina y que en nuestros tiempos es utilizada tradicionalmente
como texto de enseñanza en colegios y universidades.
La Enciclopedia da testimonio
de que «la Guerra de las Galias se
transformó en un transfondo popular para la ficción histórica moderna, en
especial en Francia e Italia. Clode Cueni escribió una novela semihistórica,
“El druida del César”, sobre un druida ficticio sirviente de César, quien guardaba el registro de sus campañas».
La investigación histórica da cuenta que Julio César redactó, al menos, un
tratado de astronomía, otro acerca de la religión republicana romana, y un
estudio sobre el latín; ninguno de estos últimos estudios ha llegado hasta
nuestros días.
Como
dice Plutarco en su «Alejandro y César» de Vidas Paralelas, «estos hechos le acreditaron de gerrero y
caudillo no inferior a ninguno de los más célebres en la carrera de las armas y
antes comparado con los Fabios, Escipiones y Metelos que poco antes le habían
precedido, y aun con el mismo Ponpeyo «cuya gloria florecía entonces hasta el
cielo». Las campañas de César le hacen superior a uno, por la aspereza de los
lugares en que combatió, a otro, por la extensión del territorio que conquistó;
a éste, por el número y valor de los enemigos que venció; a aquel por lo
extraño y feroz de los caracteres que concilió, a otro por la blandura y clemencia
con los cautivos; finalmente, por los donativos y favores hechos a los
soldados; y los supera a todos, por haber peleado más batallas y haber
destruído mayor número de enemigos, pues, habiendo hecho la guerra 10 años,
tomó a viva fuerza más de 800 ciudades y sujetó 300 naciones, y habiéndosele
opuesto, por partes y para los diferentes encuentros, hasta 3 millones de
enemigos, con el 1 millón acabó en las acciones y cautivó otros tantos. El amor
y la afición con que le miraban sus soldados llegó a tal extremo, que los que
en otras campañas en nada se distinguían, se hacían invictos e insuperables en
todo peligro, por la gloria de César». Hasta aquí la cita de Plutarco
Con sus repetidas campañas fueron sometidos todos
los pueblos latinos y celtas, contiguos a la provincia romana, quedando de
vencedor sobre los territorios que hoy integran el norte de Italia, Suiza, Francia,
Bélgica, Holanda, Hispania y parte de Alemania, inmensos territorios que se
anexaron a Roma; fue el primer general romano en penetrar en los inexplorados
territorios de Britania, allende el mar, y en Alejandría de Egipto.
Finalizaron
sus hazañas militares con la victoria de César en la batalla de Alesia, sobre
los últimos focos de rebeldía, encabezados por un jefe averno llamado Vercingétorix,
de innegable arrojo y liderazgo en la guerra. Tras su consulado en Roma, fue
designado Procónsul de las provincias de Galia Trasalpina, Iliria y Gallia Cisalpina.
Mientras
César se ocupaba en organizar la estructura administrativa de las nuevas
provincias que había anexado a la República romana, sus enemigos políticos,
urgidos probablemente por la envidia, trataban en Roma de despojarle de su
ejército y cargo, utilizando el Senado en el que eran mayoría.
Al
cabo de aquellos ocho años de guerras, César había logrado, en palabras de
Jehne, «su consagración como fenómeno
excepcional». Pero, como tantas otras veces en su vida, también ahora se
encaminaba hacia una decisión en la que se jugaba el todo por el todo: o se
convertía nuevamente en Cónsul y, previsiblemente, en el hombre más poderoso
del Imperio Romano, o sería ignominiosamente expulsado de la clase dirigente y
tendría que esperar el fin de sus días en cualquier rincón del Imperio: la
lucha entre César y sus adversarios políticos estaba llegando al punto
decisivo. La guerra civil estaba a las puertas.
César,
a sabiendas de que si entraba en la capital sería juzgado y exiliado, intentó
presentarse al Consulado in absentia, intento que fue rechazado por la mayoría
de los senadores. Este y otros factores le impulsaron a desafiar las órdenes
senatoriales y protagonizar el famoso cruce del Rubicón, momento en el que
pronunció la célebre frase “Alea iacta
est”.
Por su parte el Senado, según
la Academia, votó una moción para que César abandonase su cargo de Gobernador.
Después de una ligera oposición de Marco Antonio, Tribuno de la Plebe, se
inició un violento acoso a los cesaristas, auspiciado por la facción
conservadora. Antonio abandonó Roma ante el peligro de ser asesinado. Sin la
oposición de Antonio, el Senado declaró el estado de emergencia, concediéndole
a Pompeyo poderes excepcionales. Inició así un conflicto conocido como la
segunda guerra civil de la república de Roma en el que César se enfrentó a los próceres
liderados por su viejo aliado, Pompeyo el Grande.
Ëste contaba con un ejército
poderoso en caballería y en infantes, en número superior al de César en más del
doble. Sin embargo, conociendo Pompeyo la eficiencia y velocidad de César en
sus movimientos y decisiones de la guerra, salió de Roma con su ejército y se
dirigió a Brindisi (Sur de Italia) buscando un sitio que le fuese más
beneficioso tácticamente para la batalla decisiva; de allí pasó a Grecia y se
ubicó en un sitio elevado de la llanura de Farsalia en donde acampó esperando a
César.
César persiguió a Pompeyo pero
no logró darle alcance. Pero en menos de un mes, y a marchas forzadas, César
llegó a Hispania, donde derrotó a las legiones fieles a Pompeyo en la batalla
de Ilerda (hoy Lérida). Tras esta victoria regresó a Italia y cruzó el Adriático
para hacer frente a Pompeyo en Grecia. A pesar de su derrota en Dirraquio, César
se enfrentó a Pompeyo el Grande y a sus aliados en la batalla de Farsalia
logrando una aplastante victoria. Pompeyo huyó hacia Egipto intentando encontrar
aliados, pero fue asesinado por orden del eunuco del Faraón. Luego César
derrotó a Catón el Joven y a Quinto Cecilio Metelo Escipión en Tapso y
finalmente a los hijos de Pompeyo y a Tito Labieno en Hispania, poniendo fin a
la guerra civil, aunque Sexto Pompeyo continuaría con la resistencia desde
Sicilia.
Estas victorias fulminantes le
hicieron el amo de Roma. El hecho de que estuviera en guerra con la mitad del
mundo romano no impidió que se enfrentara también a los enemigos de Cleopatra en
Alejandría durante la campaña de Egipto. A su regreso a Roma se hizo nombrar
cónsul y dictator perpetuus —dictador vitalicio—, e inició una serie de
reformas económicas, urbanísticas y administrativas.
A pesar de que bajo su
gobierno, la República experimentara un breve periodo de gran prosperidad,
algunos senadores vieron a César como un tirano que ambicionaba restaurar la
monarquía. Con el objetivo de eliminar la amenaza que suponía el dictador, un
grupo de senadores formado por algunos de sus hombres de confianza como Bruto y
Casio, y antiguos lugartenientes como, Trebonio y Décimo Bruto, urdieron una
conspiración con el fin de eliminarlo. Dicho complot culminó cuando, en los
idus de Mazo, los conspiradores asesinaron a César en el Senado. Su muerte
provocó el estallido de otra guerra civil, en la que los partidarios del
régimen de César, Antonio, Octavio y Lépido, derrotaron en la doble batalla de
Filipos a sus asesinos, liderados por Bruto y Casio. Al término del conflicto,
César Octavio, Marco Antonio y Marco Emilio Lépido formaron el Segundo
Triunvirato y se repartieron los territorios de la República; una vez apartado
Lépido, finalmente volvieron a enfrentarse los dos en Acción, donde César Octavio,
heredero de César, venció a Marco Antonio. Con ello quedaba consolidado el
proyecto de Cayo Julio César, que con el Imperio Romano, había de hacer de Roma
el amo del mundo, por ocho siglos.
Para terminar, una rigurosa
alusión al pensamiento de Ortega y Gasset, en su libro «La Rebelión de las
Masas»:
Ortega y Gasset, destacado
pensador español: «Cabezas claras, lo que se dice claras, no hubo en el
mundo antiguo más que dos: Temístocles y César, ambos políticos: sorprende
porque el político lo es porque es torpe. Lo esencialmente confuso, intrincado,
es la realidad vital concreta que es siempre única. El que no se pierda en la
ciencia de la vida, el que vislumbre bajo el caos de toda situación vital la
anatomía secreta del instante, ese es de verdad una cabeza clara. El hombre de
cabeza clara es el que se libera de sus fantasmas y mira de frente la vida; se
hace cargo de su complejidad en la que se siente perdido.
La
política ―en este sentido― es mucho más real que la ciencia, porque se compone
de situaciones únicas en que el hombre se sumerge. Por ello nos permite
distinguir mejor quiénes son cabezas claras. César es el ejemplo máximo de don
para encontrar el perfil de la realidad en un momento de general confusión. Y
como si el destino se hubiera complacido en subrayar la ejemplaridad, puso a su
vera una magnífica cabeza de intelectual ―la de Cicerón― dedicada durante toda
su existencia a confundir las cosas. La ciudad tiberina, dueña de Italia,
España, Africa Menor, el Oriente clásico y helenístico, estaba a punto de
reventar. Sus instituciones públicas tenían enjundia municipal y eran
inseparables de la urbe. cualquier democracia depende, a veces, de un mísero
detalle, el procedimiento electoral. Roma a comienzos de siglo I antes de
Xristo, es omnipotente, rica, sin enemigos. Sin ambargo está a punto de morir
por conservar un régimen electoral estúpido, por ser falso: había que votar en
la ciudad; el habitante del campo ―y más todavía― los repartidos en el mundo
entero no participaban de los comicios. La
República no es más que una palabra ―dicho de César― hacía que la izquierda
y la derecha ―Mario y Sila― se insolentaran en vacuas dictaduras. Había que
poner remedio: César no predicó lo que había que hacer sino que lo hizo: se
lanzó a su hazaña capital, la conquista de las Galias. Para ello tuvo que
declararse rebelde frente al poder conservador constituido, los republicanos,
fieles al Estado―ciudad. ¿Su política? Uno. Los trastornos de la vida pública
provienen de la excesiva expansión romana que no le permite gobernar tantas
naciones. Dos. Para evitar la disolución de las instituciones es preciso un príncipe. Para nosotros esta palabra
tiene un sentido casi opuesto al que tenía para un romano: era un ciudadano
como los demás, pero investido de poderes superiores para regular las
instituciones republicanas. Así, la solución de César era antípoda de los
conservadores: era indispensable proseguir las conquistas, sobre todo de los
pueblos nuevos de Occidente, más peligrosos en un futuro próximo que los
corruptos de Oriente.
Se
ha dicho ―Spengler― que un grecoromano era incapaz de ver su vida como una
dilatación en la temporalidad. Esta parece una afirmación errónea ―Ortega y
Gasset―, que confunde dos cosas. El grecorromano es ciego para ver el futuro,
pero vive radicado en el pretérito: antes de hacer algo da un paso atrás ―como Lagartijo al tirarse a matar― busca en
el pasado un modelo para la situación presente. Por el contrario, los europeos
gravitan hacia el futuro y su tiempo comienza por el después y no por el antes..
Creer en un César así es renunciar a entenderlo. Quiere un imperio romano que
no viva de Roma sino de la periferia del mundo. Esto implica superación total
del Estado―ciudad. “Es el concepto
moderno del Estado: tal el genio futurista de César. Y ello exigía un poder
extra romano, anti aristócrata, infinitamente elevado sobre la oligarquía republicana.
Este poder ejecutor, representante de la democracia solo podía ser la Monarquía
con su sede fuera de Roma. ¡República y Monarquía! Palabras que en la historia
han cambiado de sentido y que ―por ende―es preciso triturar para cerciorarse de
su eventual enjundia.” (hasta aquí la
cita de op.cit. págs. siguientes a la 149)
Para
este gran hombre tuvo que haber un Bruto que cegó su vida fecunda, aunque su
genial idea tuvo realización perentoria y ha sobrevivido a su tiempo.
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