&César, el Grande

ALEJANDRO Y CÉSAR,  EN «VIDAS PARALELAS»   9-1-48
Plutarco  Salvat Editores S.A. , Navarra España, 1970
Según la Introducción y el Prólogo, Plutarco nació en el 46 después de J.C., en Queronea, ciudad de la región de Beocia, donde más de una vez se decidió la suerte de Grecia; escribió 50 biografías, 46 de ellas en «Vidas Paralelas»: una de ellas es Alejandro y César en la que « Plutarco, al par de los más genuinos escritores griegos, consigue que todo en sus relatos sea inmediata verdad humana: cosas, gestos, hechos, evolución». Yo personalmente he concentrado mi atención en César.
César pertenecía a la gens Julia, familia de patricios; fue hijo de Cayo Julio César, senador romano. Emparentado con Cayo Mario, César tuvo la oportunidad de recibir de él alguna guía en sus primeros años de vida política. Su madre fue Aurelia Cota, una mujer enraizada en la nobleza romana, hija del cónsul Lucio Aurelio Cota, que ejerció desde sus encumbradas funciones mucho poder sobre la política. Estos son los antecedentes familiares, genéticos y sociales de nuestro Julio César que pueden explicar, o no, la personalidad sobresaliente que demostró en todas las actividades de su vida.
En realidad, su cabeza privilegiada le daba aptitud para cualquier actividad de la vida pública o privada: de hecho mostró grandes aptitudes para la oratoria (en un tiempo en que Cicerón destacaba en esta disciplina), aptitud para las leyes, la política, la escritura (escribió 8 libros del De Bello Gallico en un latín clásico y dos o tres libros sobre De bello Civili), aptitud, en fin, para el gobierno y las armas; Julio César se inclinó por estas dos últimas actividades. Los libros de César, en especial, «De bello Gallico», han sido no solo un monumento escrito a la historia de Roma, sino una obra que ha enaltecido la prosa clásica latina y que en nuestros tiempos es utilizada tradicionalmente como texto de enseñanza en colegios y universidades.
La Enciclopedia da testimonio de que «la Guerra de las Galias se transformó en un transfondo popular para la ficción histórica moderna, en especial en Francia e Italia. Clode Cueni escribió una novela semihistórica, “El druida del César”, sobre un druida ficticio sirviente de César, quien guardaba el registro de sus campañas». La investigación histórica da cuenta que Julio César redactó, al menos, un tratado de astronomía, otro acerca de la religión republicana romana, y un estudio sobre el latín; ninguno de estos últimos estudios ha llegado hasta nuestros días.
Como dice Plutarco en su «Alejandro y César» de Vidas Paralelas, «estos hechos le acreditaron de gerrero y caudillo no inferior a ninguno de los más célebres en la carrera de las armas y antes comparado con los Fabios, Escipiones y Metelos que poco antes le habían precedido, y aun con el mismo Ponpeyo «cuya gloria florecía entonces hasta el cielo». Las campañas de César le hacen superior a uno, por la aspereza de los lugares en que combatió, a otro, por la extensión del territorio que conquistó; a éste, por el número y valor de los enemigos que venció; a aquel por lo extraño y feroz de los caracteres que concilió, a otro por la blandura y clemencia con los cautivos; finalmente, por los donativos y favores hechos a los soldados; y los supera a todos, por haber peleado más batallas y haber destruído mayor número de enemigos, pues, habiendo hecho la guerra 10 años, tomó a viva fuerza más de 800 ciudades y sujetó 300 naciones, y habiéndosele opuesto, por partes y para los diferentes encuentros, hasta 3 millones de enemigos, con el 1 millón acabó en las acciones y cautivó otros tantos. El amor y la afición con que le miraban sus soldados llegó a tal extremo, que los que en otras campañas en nada se distinguían, se hacían invictos e insuperables en todo peligro, por la gloria de César». Hasta aquí la cita de Plutarco
Con sus repetidas campañas fueron sometidos todos los pueblos latinos y celtas, contiguos a la provincia romana, quedando de vencedor sobre los territorios que hoy integran el norte de Italia, Suiza, Francia, Bélgica, Holanda, Hispania y parte de Alemania, inmensos territorios que se anexaron a Roma; fue el primer general romano en penetrar en los inexplorados territorios de Britania, allende el mar, y en Alejandría de Egipto.
Finalizaron sus hazañas militares con la victoria de César en la batalla de Alesia, sobre los últimos focos de rebeldía, encabezados por un jefe averno llamado Vercingétorix, de innegable arrojo y liderazgo en la guerra. Tras su consulado en Roma, fue designado Procónsul de las provincias de Galia Trasalpina, Iliria y Gallia Cisalpina.
Mientras César se ocupaba en organizar la estructura administrativa de las nuevas provincias que había anexado a la República romana, sus enemigos políticos, urgidos probablemente por la envidia, trataban en Roma de despojarle de su ejército y cargo, utilizando el Senado en el que eran mayoría.
Al cabo de aquellos ocho años de guerras, César había logrado, en palabras de Jehne, «su consagración como fenómeno excepcional». Pero, como tantas otras veces en su vida, también ahora se encaminaba hacia una decisión en la que se jugaba el todo por el todo: o se convertía nuevamente en Cónsul y, previsiblemente, en el hombre más poderoso del Imperio Romano, o sería ignominiosamente expulsado de la clase dirigente y tendría que esperar el fin de sus días en cualquier rincón del Imperio: la lucha entre César y sus adversarios políticos estaba llegando al punto decisivo. La guerra civil estaba a las puertas.
César, a sabiendas de que si entraba en la capital sería juzgado y exiliado, intentó presentarse al Consulado in absentia, intento que fue rechazado por la mayoría de los senadores. Este y otros factores le impulsaron a desafiar las órdenes senatoriales y protagonizar el famoso cruce del Rubicón, momento en el que pronunció la célebre frase “Alea iacta est”.
Por su parte el Senado, según la Academia, votó una moción para que César abandonase su cargo de Gobernador. Después de una ligera oposición de Marco Antonio, Tribuno de la Plebe, se inició un violento acoso a los cesaristas, auspiciado por la facción conservadora. Antonio abandonó Roma ante el peligro de ser asesinado. Sin la oposición de Antonio, el Senado declaró el estado de emergencia, concediéndole a Pompeyo poderes excepcionales. Inició así un conflicto conocido como la segunda guerra civil de la república de Roma en el que César se enfrentó a los próceres liderados por su viejo aliado, Pompeyo el Grande.
Ëste contaba con un ejército poderoso en caballería y en infantes, en número superior al de César en más del doble. Sin embargo, conociendo Pompeyo la eficiencia y velocidad de César en sus movimientos y decisiones de la guerra, salió de Roma con su ejército y se dirigió a Brindisi (Sur de Italia) buscando un sitio que le fuese más beneficioso tácticamente para la batalla decisiva; de allí pasó a Grecia y se ubicó en un sitio elevado de la llanura de Farsalia en donde acampó esperando a César.
César persiguió a Pompeyo pero no logró darle alcance. Pero en menos de un mes, y a marchas forzadas, César llegó a Hispania, donde derrotó a las legiones fieles a Pompeyo en la batalla de Ilerda (hoy Lérida). Tras esta victoria regresó a Italia y cruzó el Adriático para hacer frente a Pompeyo en Grecia. A pesar de su derrota en Dirraquio, César se enfrentó a Pompeyo el Grande y a sus aliados en la batalla de Farsalia logrando una aplastante victoria. Pompeyo huyó hacia Egipto intentando encontrar aliados, pero fue asesinado por orden del eunuco del Faraón. Luego César derrotó a Catón el Joven y a Quinto Cecilio Metelo Escipión en Tapso y finalmente a los hijos de Pompeyo y a Tito Labieno en Hispania, poniendo fin a la guerra civil, aunque Sexto Pompeyo continuaría con la resistencia desde Sicilia.
Estas victorias fulminantes le hicieron el amo de Roma. El hecho de que estuviera en guerra con la mitad del mundo romano no impidió que se enfrentara también a los enemigos de Cleopatra en Alejandría durante la campaña de Egipto. A su regreso a Roma se hizo nombrar cónsul y dictator perpetuus —dictador vitalicio—, e inició una serie de reformas económicas, urbanísticas y administrativas.
A pesar de que bajo su gobierno, la República experimentara un breve periodo de gran prosperidad, algunos senadores vieron a César como un tirano que ambicionaba restaurar la monarquía. Con el objetivo de eliminar la amenaza que suponía el dictador, un grupo de senadores formado por algunos de sus hombres de confianza como Bruto y Casio, y antiguos lugartenientes como, Trebonio y Décimo Bruto, urdieron una conspiración con el fin de eliminarlo. Dicho complot culminó cuando, en los idus de Mazo, los conspiradores asesinaron a César en el Senado. Su muerte provocó el estallido de otra guerra civil, en la que los partidarios del régimen de César, Antonio, Octavio y Lépido, derrotaron en la doble batalla de Filipos a sus asesinos, liderados por Bruto y Casio. Al término del conflicto, César Octavio, Marco Antonio y Marco Emilio Lépido formaron el Segundo Triunvirato y se repartieron los territorios de la República; una vez apartado Lépido, finalmente volvieron a enfrentarse los dos en Acción, donde César Octavio, heredero de César, venció a Marco Antonio. Con ello quedaba consolidado el proyecto de Cayo Julio César, que con el Imperio Romano, había de hacer de Roma el amo del mundo, por ocho siglos.
Para terminar, una rigurosa alusión al pensamiento de Ortega y Gasset, en su libro «La Rebelión de las Masas»:
Ortega y Gasset, destacado pensador español: «Cabezas claras, lo que se dice claras, no hubo en el mundo antiguo más que dos: Temístocles y César, ambos políticos: sorprende porque el político lo es porque es torpe. Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta que es siempre única. El que no se pierda en la ciencia de la vida, el que vislumbre bajo el caos de toda situación vital la anatomía secreta del instante, ese es de verdad una cabeza clara. El hombre de cabeza clara es el que se libera de sus fantasmas y mira de frente la vida; se hace cargo de su complejidad en la que se siente perdido.
La política ―en este sentido― es mucho más real que la ciencia, porque se compone de situaciones únicas en que el hombre se sumerge. Por ello nos permite distinguir mejor quiénes son cabezas claras. César es el ejemplo máximo de don para encontrar el perfil de la realidad en un momento de general confusión. Y como si el destino se hubiera complacido en subrayar la ejemplaridad, puso a su vera una magnífica cabeza de intelectual ―la de Cicerón― dedicada durante toda su existencia a confundir las cosas. La ciudad tiberina, dueña de Italia, España, Africa Menor, el Oriente clásico y helenístico, estaba a punto de reventar. Sus instituciones públicas tenían enjundia municipal y eran inseparables de la urbe. cualquier democracia depende, a veces, de un mísero detalle, el procedimiento electoral. Roma a comienzos de siglo I antes de Xristo, es omnipotente, rica, sin enemigos. Sin ambargo está a punto de morir por conservar un régimen electoral estúpido, por ser falso: había que votar en la ciudad; el habitante del campo ―y más todavía― los repartidos en el mundo entero no participaban de los comicios. La República no es más que una palabra ―dicho de César― hacía que la izquierda y la derecha ―Mario y Sila― se insolentaran en vacuas dictaduras. Había que poner remedio: César no predicó lo que había que hacer sino que lo hizo: se lanzó a su hazaña capital, la conquista de las Galias. Para ello tuvo que declararse rebelde frente al poder conservador constituido, los republicanos, fieles al Estado―ciudad. ¿Su política? Uno. Los trastornos de la vida pública provienen de la excesiva expansión romana que no le permite gobernar tantas naciones. Dos. Para evitar la disolución de las instituciones es preciso un príncipe. Para nosotros esta palabra tiene un sentido casi opuesto al que tenía para un romano: era un ciudadano como los demás, pero investido de poderes superiores para regular las instituciones republicanas. Así, la solución de César era antípoda de los conservadores: era indispensable proseguir las conquistas, sobre todo de los pueblos nuevos de Occidente, más peligrosos en un futuro próximo que los corruptos de Oriente.
Se ha dicho ―Spengler― que un grecoromano era incapaz de ver su vida como una dilatación en la temporalidad. Esta parece una afirmación errónea ―Ortega y Gasset―, que confunde dos cosas. El grecorromano es ciego para ver el futuro, pero vive radicado en el pretérito: antes de hacer algo da un paso atrás ―como Lagartijo al tirarse a matar― busca en el pasado un modelo para la situación presente. Por el contrario, los europeos gravitan hacia el futuro y su tiempo comienza por el después y no por el antes.. Creer en un César así es renunciar a entenderlo. Quiere un imperio romano que no viva de Roma sino de la periferia del mundo. Esto implica superación total del Estado―ciudad. “Es el concepto moderno del Estado: tal el genio futurista de César. Y ello exigía un poder extra romano, anti aristócrata, infinitamente elevado sobre la oligarquía republicana. Este poder ejecutor, representante de la democracia solo podía ser la Monarquía con su sede fuera de Roma. ¡República y Monarquía! Palabras que en la historia han cambiado de sentido y que ―por ende―es preciso triturar para cerciorarse de su eventual enjundia.”  (hasta aquí la cita de op.cit. págs. siguientes a la 149)
Para este gran hombre tuvo que haber un Bruto que cegó su vida fecunda, aunque su genial idea tuvo realización perentoria y ha sobrevivido a su tiempo.

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